Opinión

Biblioclastía (Destrucción de Libros) en la UNEFM

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En mitad de la mayor crisis social, política, económica e institucional que ha experimentado la Venezuela contemporánea, hay quienes personalmente, desde la competencia (más apropiadamente: incompetencia) de sus cargos, agreden alevosamente el menguado patrimonio material que nos resta de un tipo de bienes específicos, de los que cada vez hay menos y cuesta más reponer sus declinantes existencias: los libros.

Quien vaya al antiguo Seminario de San José, sede de la Dirección de Bibliotecas de la Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda (UNEFM), encontrará en el patio interior el macabro espectáculo de un montón de libros, tirados como basura (no lo son), entre pedazos de muebles viejos, trofeos rotos, baratijas de plástico, papelería de oficina y cenizas de quemas anteriores. Algunos colegas y alumnos han sido testigos de lo que aquí relato y moviendo la cabeza, dicen que no alcanzan a entender el porqué de esta conducta que va contra los principios esenciales que deben orientar la labor que quienes trabajan en una casa de estudios, sean docentes, obreros o personal administrativo. Las causas son múltiples y desoladoramente elementales, pero antes de exponerlas a los ojos de todos, hemos de hacer (de acuerdo a nuestro oficio y pasión) un poco de historia.

La destrucción de las bibliotecas ha erosionado la memoria colectiva y el patrimonio cultural de la Humanidad una y otra vez en todos los tiempos y en todos los paisajes; por lo regular, suele ser una práctica promovida por la intolerancia, con un marcado tinte de fanatismo doctrinal. Navegando en Internet, encontramos estas referencias a la biblioclastía o destrucción de libros: «La biblioclastía fue definida como la compulsión humana por destruir libros. Desde tiempos inmemoriales el hombre ha querido imponer sus ideas a través de la destrucción de aquellas que se contraponían a las propias y los libros han sido objeto de esa “pulsión biblioclástica” durante toda la historia de la Humanidad.» La destrucción de las bibliotecas, constituye, junto a la quema de libros o biblioclastía, “uno de los capítulos de la historia de la estulticia, el odio y la venganza.” En la ciudad de Coro, Patrimonio Cultural de la Humanidad, asistimos a un “nuevo” agente en la historia de la destrucción de las bibliotecas: la inepcia. La inepcia profesional tiene muchas formas, aristas, factores, pero una sola consecuencia: la desaparición y la degradación del legado documental bibliográfico. En “Biblioclastía y Bibliotecología: Recuerdos que Resisten en la Ciudad de La Plata”, Florencia Bossié recomienda: «Se considera de especial importancia que los bibliotecarios, como parte de aquéllos profesionales que contribuyen día a día a la preservación de la memoria, abordemos este tipo de problemáticas y reflexionemos en torno de las mismas.»

¿Pero qué hacer cuando son los bibliotecarios quienes vulneran los libros, es decir: cuando son los bibliotecarios los biblioclastas, algo así como médicos asesinos? Los bellamente encuadernados tomos de Leyes que pertenecieron a la biblioteca que el Dr. Julio Diez generosamente donara a la UNEFM, fueron despachados (silenciosa e inconsultamente) en un camión con destino al basurero de la ciudad, como en una escena de la novela distópica de Ray Bradbury, “Fahrenheit 451”: quienes estaban llamados por su profesión y por su salario a salvaguardar la integridad de los libros fueron sus verdugos. Las razones son simples y brutales: personajes carentes de conocimientos, formación, pericia, amor, pasión, solidaridad y otras virtudes esenciales a la gestión bibliográfica, terminan —por las razones equivocadas— en la dirección de las bibliotecas.

En esta ocasión, en este crimen manifiesto, el montón de libros estaba patológicamente conformado por textos de Anatomía, Epidemiología, Osteología, Odontología, Citología, esto es: libros de Medicina. Por lo que tenemos entendido por referencias de colegas en el área y lo que sabemos por dolorosa experiencia propia, estos libros ya no llegan al país, y los pocos que se consiguen tienen precios que escapan largamente a la raquítica capacidad financiera de la mayoría de los estudiantes de las Universidades venezolanas.

Sin duda (en un universo paralelo y bizarro) argumentarán que los libros forman el montón húmedo (llovió recientemente) en el patio del Seminario de San José habían sido descatalogados o estaban fuera de inventario, o que habían sido desincorporados de las bibliotecas de la UNEFM o, incluso, que sus contenidos habían sido superados por investigaciones más recientes y, en consecuencia, eran obsoletos. Dígase lo que se quiera, los perpetradores siempre buscarán excusas para sus felonías. Lo que resulta innegable es que todo libro (como obra del espíritu humano) debe ser tratado dignamente. No es esta la primera vez que esto ocurre en la UNEFM y en el Sistema de Bibliotecas del Estado Falcón —y por las tinieblas que nos rodean no será la última—; pero ahora tenemos las pruebas gráficas y materiales de este agravio contra el patrimonio bibliográfico de la región. Hasta los carnets de los lectores estaban tirados en el suelo como basura (no lo son); piadosamente los recogimos y guardamos como pruebas que sustentan estas líneas de denuncia.

En su momento, Emil Zola escribió “¡Yo Acuso!” ante lo que consideró un crimen contra los derechos de las personas y contra la misma Verdad (así, con mayúscula). Nos corresponde ahora decir “¡Yo acuso!”, con pruebas innegables, inapelables y contundentes que señalan a los destructores de libros en la Universidad Nacional Francisco de Miranda. Al comienzo de estas líneas, ofrecimos explicar esta conducta aberrante, más propia de pirómanos y no de gente vinculada (aunque sea incidental o accidentalmente) con la docencia y hasta con la decencia. Y las razones, ya las dijimos, son estas: la inepcia de las personas equivocadas, en los cargos inadecuados, por las razones incorrectas. Una revisión de la gris hoja profesional de los perpetradores, pondrá en evidencia sus abismales limitaciones y sus hondas carencias; a tal punto que no debería sorprendernos que nunca hayan leído un libro completo, o puede que hayan arrastrado los sentidos por las páginas de algún libro (vaya Ud. a saber cuál), pero ese libro no pasó por sus mentes y ni por sus corazones.

En el prólogo a la colección “Biblioteca Personal”, Jorge Luis Borges escribió: “Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. La rosa es sin porqué, dijo Angelus Silesius; siglos después, Whistler declararía: El arte sucede. Ojalá seas el lector que este libro aguardaba.” El montón de libros, arrojados como basura (no lo son) que motivan estas líneas destempladas ya no podrán causar en los lectores la “emoción singular llamada belleza” y como se trata libros de Medicina, ya no podrán ayudar a salvar vidas y prodigar salud en cuerpos y almas.

A modo de consuelo ante esta pérdida irremplazable, leo —en mi biblioteca— el final de “La Biblioteca de Babel” de Borges: «La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.» Digo con mi maestro, el explorador y arqueólogo venezolano-catalán, amante de los libros, J. M. Cruxent: «Hay que asumir las muchas consecuencias de la verdad.», a lo que añadía: «Debes luchar siempre por lo que crees, siempre y cuando no creas que eres infalible.» Tal vez, el algún universo bizarro y retorcido (que desconozco) haya una justificación razonable para destruir un libro; pero ciertamente no en el mío.

Mgs. Sc. Historiador Camilo MorónPrograma de Conservación y Restauración de Bienes Culturales MueblesDocente e Investigador UNEFM

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