Opinión

Miel y Salmuera | EL CUATRO DE PANCHO MOLERO

Comparte

Esa mañanita de diciembre, el pequeño Juan Carlos se encontraba jugando en el patio de la casa de su abuela, mientras su mamá y sus tías cocinaban el guiso de las hallacas, su papá y tíos lavaban y cortaban las hojas con las que las envolverían, y sus primos terminaban de ordenar la mesa en donde todos se sentarían a preparar el tradicional plato navideño.

   El pequeñín estudiaba primer grado y ya sabía leer y escribir muy bien, así que él solito le  redactó la carta al Niño Jesús y la colocó al lado del pesebre, seguro de que el Niño Dios la leería y le traería la bicicleta que tanto deseaba. Juan Carlos se había portado muy bien ese año y estaba orgulloso de ser el hermano mayor de la bebita que su mamá guardaba en la barriga, y que nacería en el mes de marzo. 

  • “Hermanita, aquí te espero para enseñarte a dibujar y a cantar, y en Navidad te tocaré gaitas con papá”, le decía Juan Carlos a la barriga de su mami, ella se reía y reía, sobre todo porque la bebé brincaba y pateaba con fuerza cada vez que escuchaba la voz del niño.

   Cuando eran novios, los papás de Juan Carlos integraron el grupo de gaitas de la universidad, y luego que se graduaron y se casaron, crearon las agrupaciones gaiteras de los barrios donde han vivido. Juan José –el papá- toca furro y tambora, mientras que Carlota –la mamá- es vocalista. Ese amor por la música zuliana se lo inculcaron a Juan Carlos, quien desde antes de nacer bailaba las gaitas tradicionales, afirma su mamá.

  • “Me gustan todas las gaitas, quiero ser cantante como mi abuelo, que ya está en el cielo, y cuando sepa escribir un poco mejor haré una gaita, ¡ya van a ver!  voy a salir en televisión, en los videos de internet y me aplaudirán, también voy a viajar mucho y voy a pasar el puente sobre el lago muchas veces”, aseguraba el pequeñin.

   En septiembre iniciaron los ensayos del grupo gaitero que dirigían sus padres,  y Juan Carlos no se perdía ni uno, pero la condición era que primero cumpliera con todos sus compromisos escolares y luego practicara con los músicos. El pequeño lo hacía todo con una gran sonrisa y sus carcajadas se confundían con el sonido de la charrasca que tocaba con frecuencia, aunque a veces en las presentaciones alternaba con el furro y la tambora, junto a su papá,  y hasta hacía los coros como un profesional, pero el momento más divertido era cuando tocaba las maracas y bailaba imitando a El Ayayero.

  De todos los instrumentos usados en la gaita, había uno que no había interpretado aún: el cuatro, porque los adultos le advertían que debía ser un poco más grande para ejecutarlo, afirmación con la que no estaba conforme, así que el pequeño se obsesionó con dominar el instrumento.

  • Mi abuelo Pancho Molero tenía un cuatro y yo quiero ser como él. Mamá, mamá, ¿Dónde está el cuatro de abuelito?, ¿Qué lo hicieron?, ¡Consíguelo por favor!, ¡Cómprame un cuatro por fa, no seas maluca!

   Esa era la retahíla de Juan Carlos casi todos los días. Su mamá le explicaba que el cuatro se había perdido en la mudanza, que era muy importante para el abuelo, pero que lamentablemente se extravió entre tantas cajas cuando cambiaron de casa y que ahora deben ahorrar para comprar lo que necesita la bebé que viene en camino y no pueden hacer más gastos, que por favor entienda.

   Juan Carlos escuchaba con tristeza, pero no desmayaba en su causa, él quería saber dónde estaba el cuatro, estaba seguro que no se había perdido, quizás lo habían olvidado en algún lugar de la casa, o quién sabe… ¿y si el cuatro del abuelo estaba jugando a las escondidas con él? Algunos dicen que los instrumentos musicales están llenos de vida, por lo que si caen en manos de personas adecuadas que saben apreciarlos, plenan de magia el ambiente ¿Y si el cuatro del abuelo era mágico? ¿Será que por eso era tan especial para él?

   Así que esa mañana de diciembre, Juan Carlos dejó de jugar en el patio,  aprovechó que todos estaban ocupados haciendo las hallacas y empezó a revisar los cuartos, uno por uno, abrió los clósets, curucuteó entre los escaparates y debajo de las camas, pero no consiguió más que polvo y unas medias sin sus compañeras, olvidadas entre los rincones de las habitaciones.

   En el cuarto de su tía Josefina -siempre ordenado y limpio- no halló nada, pero su tía Chepina  (como le decían cariñosamente)  tenía una cama blandita y llena de almohadas, almohaditas y almohadones, por lo que se acostó a descansar un rato, agotado de tanto buscar y rebuscar en las siete habitaciones de la casona, distribuidas en dos pisos.

   Rápidamente, el niño se quedó dormido, mientras sus familiares seguían ocupados en la cocina, confiados en que Juan Carlitos estaba jugando. No sabemos con exactitud cuántos minutos pasaron ¿treinta?, ¿una hora?, ¿tal vez dos? no podemos precisarlo, pero lo cierto es que la señora Carlota se preocupó cuando al asomarse al patio, observó que el niño no estaba allí, así que lo llamó en voz alta varias veces y al notar que no respondía, le avisó a Juan José para que buscara al pequeño.

   El papá mantuvo la calma y recorrió el garaje, la sala, el lavadero, habitación por habitación y no halló a su hijo. El último cuarto, ubicado al fondo del pasillo, era el de la tía Chepina y tampoco se encontraba en ese lugar. ¿Pero a dónde había ido si minutos antes estaba durmiendo en ese aposento. ¿Qué fue lo que ocurrió? Aún hoy en día es una incógnita, pero lo cierto es que el niño de esta historia ahora estaba sentado dentro de un pequeño escaparate situado en la recámara de su abuela Laura, una habitación de gran amplitud, adornada con muebles antiguos que además de años, acumulaban tierra y atesoraban recuerdos que ya estaban siendo olvidados por su dueña de manera involuntaria.

   Dentro del escaparate, Juan Carlos no tenía temor, no entendía cómo llegó allí, pero se sentía cómodo y seguro, sobre todo cuando se dio cuenta que ese mueble cantaba, ¡sí señores, el escaparate cantaba! La voz era dulce y melodiosa, y entonaba un tema que le resultaba familiar: una gaita que su abuelo le interpretaba  desde que era un bebé y que según le explicó su mamá, escribió para él cuando nació.

   Juan Carlos estaba feliz, por un instante cerró los ojos para disfrutar de la canción, y al abrirlos, descubrió que estaba parado frente al escaparate, el cual había dejado de cantar y se encontraba con la puerta superior abierta, sobresaliendo de ese espacio algo que parecía un forro de tela y del que brotaban lucecitas de colores similares a las tonalidades del arcoíris. Nuestro niño se asustó un poco pero no se dejó vencer por el miedo y como todo pequeño, valiente y curioso, decidió buscar una silla para alcanzar el llamativo objeto.

   A todas estas, los familiares de Juan Carlos estaban preocupados buscándolo, recorriendo el vecindario, consultando a los vecinos si lo habían visto, preguntándose dónde estaría, cuestionándose que fue culpa de ellos, por no estar pendientes, que su niñito es bien portado y que no acostumbra a esconderse ni a hacer travesuras.

   Mientras esto ocurría, en el piso superior de la casa Juan Carlitos había logrado su cometido, bajó el objeto y descubrió que era un estuche tipo funda, de tela negra, un poco sucio, algo deteriorado, pero del que salían luces, y además tenía forma de guitarra, sin embargo era muy pequeño para guardar una, así que lo abrió deslizando el cierre con suavidad, y al descubrir lo que tenía adentro se llevó la sorpresa de su vida…

¡Era el cuatro de su abuelo!

  • ¡Es el cuatro, es el cuatro de mi abuelito! ¡Lo sabía, lo sabía, abuelo Pancho tenía un cuatro mágico… es mágico! Saltando feliz, el niño salió de la habitación y bajó las escaleras gritando con el cuatro en la mano. ¡Mamá, mamá, papá, papá, lo encontré, lo encontré, el cuatro de mi abuelo, el cuatro de mi abuelo! ¡Miren, miren, es mágico, hace magia, brilla, tiene luces!

   Al escuchar los gritos de su hijo, los padres corrieron a su encuentro. Minutos antes un grupo de personas se había aglomerado frente a la casa y hasta llamaron a la policía y a los bomberos, también se acercaron unos periodistas cuando vieron el tumulto de gente tratando de dilucidar dónde se encontraba el niño.

  • ¡Sí, sí, hijo! ¿Dónde estabas metido? ¿Qué te hiciste? ¡Nos tenías angustiados!, reclamó la madre, entre aliviada y molesta, mientras abrazaba a su hijo y besaba sus mejillas. ¿Cómo que mágico? ¡Yo no le veo nada de mágico a ese cuatro! ¿Pero es de mi papá? ¿Dónde estaba? Teníamos tiempo buscándolo y no lo conseguíamos. ¿Cómo lo encontraste?

   Juan Carlos ignoró todas las preguntas y comentarios de Carlota, también los abrazos y arrumacos, se sentó en medio del grupo de personas, y dijo sin titubear: – Miren todos, este cuatro sí hace magia, les voy a enseñar… Voy a cantar una gaita de mi abuelo. Y como si fuera una persona adulta, que hubiera estudiado cuatro, el niño tocó el instrumento, y aunque resultó un poco desafinado y sus deditos no alcanzaban a pulsar las cuerdas con exactitud, al culminar, la gente le aplaudió y felicitó.

  Juancito tenía razón, el cuatro era mágico, hacía música que para sus oídos infantiles era maravillosa, porque la producía desde el corazón, y lo mejor de todo, es que ese cuatro era realmente especial, no solo porque había pertenecido a su abuelo, sino porque había sido elaborado por el mismo señor Pancho durante un viaje que realizó a Barquisimeto hace muchos años.

   Definitivamente, Pancho Molero, gaitero de profesión y compositor, hizo magia: había dejado en su familia el legado del amor por la música tradicional zuliana, al ritmo de maracas, cuatro, tambora, furro y charrasca. Su nieto Juan Carlos heredó su talento artístico, pero también su sonambulismo, tal vez eso explique parte de los hechos acontecidos en esa mañanita de diciembre.

(Dedicado a Gabriel David)  

 [email protected]

La Mañana

Medio de comunicación impreso mas importante del estado Falcón, con 67 años de trayectoria.

Deja una respuesta