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Historias: La larga marcha hacia el sur del exilio venezolano

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Emigrar significa dejar todo para los cuatro millones de venezolanos que necesitaron huir de la falta de comida, agua, electricidad y servicios médicos básicos en muchos pueblos y ciudades del país. El éxodo comienza a bordo de un autobús sin ventilación, con las ventanas rotas y los bidones de gasolina ocupando el lugar del equipaje. Las condiciones de contratación de cualquier transporte son abusivas y se deben pagar por adelantado los sobornos para los diferentes puestos de seguridad que cruzarán durante su viaje por la ruta hasta Santa Elena, ciudad venezolana en el límite con Brasil.

«El conductor llevaba bolsos negros, llenos de billetes, para entregar a los militares en la ruta. Nos pararon muchas veces hasta que llegamos a la frontera», describe un caraqueño que pidió resguardar su identidad. De Santa Elena caminan hasta Boa Vista, ciudad en la Amazonia brasileña de 400.000 habitantes y en la que viven 53.000 venezolanos emigrados en los últimos cinco años. Allí las opciones son quedarse o seguir hacia Argentina, para lo cual necesitan un pasaje de avión hasta Foz de Iguazú que tiene un valor promedio de 150 dólares. Los que no tiene dinero, se quedan allí como refugiados hasta que el Estado los organice. José (nombre ficticio) acaba de llegar a Puerto Iguazú y se encuentra verificando su equipaje en migraciones. “Mi familia quedó allá, esperando que pueda ir a buscarlos”.

Los emigrados prefieren no dar sus nombres por miedo. Ante el éxodo del último quinquenio, el régimen chavista traba cada día más la salida de sus ciudadanos, obstaculizando los trámites para expedir documenos. Por ello, el Gobierno argentino redactó en 2018 una disposición que flexibilizó los requisitos de ingreso de los venezolanos. «Por acá pasa un promedio de 70 venezolanos por día y, con esta medida, logramos que no queden varados en la frontera», dice Jorge Lacour, director de la oficina de migraciones en Puerto Iguazú.

Un hostel sin nombre es el centro de reunión y hospedaje de todos los venezolanos que llegan a Puerto Iguazú. Saben que allí podrán tener más que una cama y una ducha. Carmen Benítez, la propietaria, trabajó como enfermera toda su vida y hoy, con 67 años, se dedica a ayudar a la gente que lo necesita. «Mi mamá era muy solidaria, nos sacaba hasta de nuestra cama para dársela a la gente. Aunque nosotros no teníamos mucho, nos enseñaba a compartirlo con los demás», recuerda.

Para los emigrados, Carmen Benítez es “mamá Carmen”, y así llaman a su hostel: «Lo de mamá Carmen». María Lezama llegó con su marido hace más de un año a este hostel y Carmen le ofreció trabajo y hospedaje. Alta, de caderas anchas y paso bamboleante, su sonrisa amplia contrasta con las dificultades que tuvo que atravesar para llegar. Sus hijos quedaron repartidos en Venezuela y solo dos viven hoy con ella. «No era chavista, pero nadie lo sabía donde trabajaba porque perdía el puesto. Nos obligaban a ir a actos y me tuve que afiliar al PSUV [el oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela] para tener acceso a un crédito», recuerda. Mientras cuenta su historia, cocina unas arepas para los venezolanos que pernoctan esta noche aquí. Durante unas horas, casi olvidan su realidad y ríen comparando cómo las mismas palabras pueden significar cosas tan diferentes en Venezuela y Argentina.

La mayoría de los venezolanos que llega a Argentina son profesionales, pero trabajan de lo que pueden. Tiendas, bares, taxis y hoteles son algunos de los lugares en los que los argentinos están acostumbrados a encontrarlos. «Lo que importa es juntar el dinero para traer a la familia», explica César, licenciado en informática, mientras saborea las arepas en «Lo de mamá Carmen». César llegó hace una hora junto a su mujer y su hijo, a los que fue a buscar a la frontera venezolana en autobús, en una travesía de cuatro días. “Dejé a mi hijo con nueve meses y ahora tiene dos años», dice, señalando a Fabián. Vivían en Cumaná, una ciudad turística donde él regentaba un restaurante que administraron tres generaciones de su familia. El dinero no alcanzaba y a finales de 2017 tomaron la decisión de emigrar. Marta se mudó a la casa de su madre para esperar allí a que su marido volviera a buscarlos.

Él partió hacia Perú, donde tenía amigos que ya habían emigrado, pero no tuvo suerte y, dos meses después, hizo un largo trayecto en autobús y a pie por la ruta andina hasta que llegó a Argentina en 2018. Consiguió un empleo en una empresa de servicio de comidas a los pocos días de llegar y allí sigue más de un año después. «Lo único que me importaba era traer a mi familia», agrega. Trabajó todos los días de la semana, sin descanso, hasta que logró reunir el dinero suficiente para pagar los pasajes. Ahora, se muestra orgulloso de poder vivir con su familia en un piso alquilado de esta ciudad.

Entre 2015 y 2018 llegaron a Argentina más de 16.000 ingenieros, 10.000 economistas y 5.000 profesionales de la salud. Después de la Declaración de Quito de 2018 —con la que ocho países latinoamericanos se comprometiron a dar ayuda humanitaria al éxodo venezolano—, Argentina organizó centros de orientación laboral para incentivar que los migrantes se trasladaran a diferentes puntos del país y descomprimir así la presión sobre Buenos Aires. Es en la capital donde vive casi el 70% de los venezolanos emigrados.

Los venezolanos en el mundo se ayudan gracias a las redes sociales. Reúnen dinero, compran pasajes, consiguen medicamentos, se intercambian información y ofertas de trabajo. Y cuentan lo que han vivido a través de páginas en Facebook como Arepa Viva o Venezolanos en Puerto Iguazú. Estos nombres se repiten en todo el mundo. Extrañan su clima, su acento, el sonido de los guacamayos, el olor a guayaba y a mango, el sabor del maíz o del quesillo, el verde de sus árboles y el ritmo de la salsa. Aunque todos agradecen estar en Argentina, coinciden en que quieren volver, que esto es temporal, hasta que «cambie el gobierno y vuelva la democracia», dicen.

Cortesía de El Pais

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