Opinión

Dios y el Mundo: Educar en y para la alteridad

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En el mundo de los saberes es recurrente la necesidad de dar al ser humano una definición, algunos han buscado en facultades específicas una posible respuesta, así lo han llamado homo sapiens, aludiendo a la racionalidad; homo faber, a su trabajo; homo ludens, a su capacidad de jugar y divertirse; homo ridens, a su capacidad de estar alegre; homo locuans, a su facultad de habla; homo orans, a su capacidad de elevar los ojos al cielo; homo politicus, a su capacidad de ser social y la búsqueda del bien común. Hoy les propongo ver al ser humano como homo convivialis, es decir, como sujeto que nace y se hace a partir de la relación, del encuentro con el otro y el Otro, de la alteridad.

Necesidad de una superación de la autorreferencialidad.
Llamamos autorreferencialidad a la búsqueda obsesiva de sí mismo, cuando el individuo se proclama “centro del mundo” y todas sus opciones, actitudes, pensamiento va encauzado a la consecución de sus objetivos, metas, intereses y perspectivas sin considerar a los otros, muchas veces instrumentalizándolos en función de un yo que viene a ser centro y meta de todo. Esta realidad trastorna las relaciones, pues todo cuanto se piensa, hace, dice o busca tiene como meta “la propia felicidad”. ¿A costa de qué? Del uso y el abuso de los demás, puestos al servicio individual sin importar sus vidas, sus personas. Mientras sirven al propósito individual son “amigos”, cuando ya no sirven, son descartados como “cosas obsoletas”. De ese modo, el individuo autorreferencial pasa por la vida usando a todos y encerrándose en los muros de su propia existencia, condenado a vivir solo, incluso sin Dios, a quien también ha pretendido “usar” para alcanzar sus objetivos. Esta tentación toca las puertas de toda persona humana y es extremadamente común, pero muchos viven sin conciencia esta realidad o les parece normal pues desde su mundo interpretan que “todo el mundo hace lo mismo, viven para sí”.

La alteridad como mediación salvadora.
Condenado al infierno de la soledad absoluta, el ser humano solo tiene un camino para ir al cielo y ese es la apertura al otro, el reconocimiento de la propia indigencia radical; es decir, la necesidad que tenemos del otro y de hacerme otro, de vivir y convivir, de hacer un éxodo existencial desde un “yo esclavizador y tirano” hacia una tierra prometida, la fraternidad, a través de la alteridad como dinamismo liberador de salvación. El otro me salva, y el Otro me salva a través de los otros. Desde Moisés hasta el presente, el camino de la salvación pasa siempre por la apertura al otro, así la fraternidad no es una metodología o un “ideal utópico franciscano”, sino expresión de la comunión trinitaria y exigencia para que el evangelio no se convierta en una ideología alienante sino en el camino hacia el reino de Dios: filiación divina y fraternidad universal son los ejes inseparables del reino; ambos, relacionales, expresión de la alteridad con la cual fuimos creados. Por eso afirma el Génesis, que el hombre desnudo en el jardín, símbolo de su radical indigencia estaba solo y no es bueno que el hombre esté solo (Gn 2, 18a). En ese contexto alegórico, Eva representa la salvación para Adán y cuando Dios se la presenta, éste la re-conoce como igual al ser carne de su carne y hueso de sus huesos (Gn 2,23a); es decir, elemento necesario, mediación salvadora de la gracia de Dios, su alter. Así vemos las dimensiones de la alteridad: yo-Dios-tú. Ese orden no es accidental, es esencial a todo tipo de relaciones humanas para que no se perviertan y lleguen a convertirse en un infierno de soledades, traiciones, manipulación y chantaje.

El otro como epifanía del Otro.
La dimensión simbólica y sacramental humana modula toda nuestra vida. Vivimos de símbolos e interpretamos signos constantemente. El filósofo Emmanuel Levinas afirma que el otro se nos muestra y da en la relación respetuosa no manipuladora, que su rostro es epifanía, manifestación de su ser y reflejo de mi propio ser. Así cuando conozco al otro en su rostro me re-conozco a mí mismo, de manera que en ese encuentro no sólo conozco a la otra persona en su situación y realidad, sino que descubro mi propia persona, pues ese rostro es mi reflejo y mi realidad; los otros me constituyen como persona, me hacen superar las murallas de mi individualismo autorreferencial, abren mi corazón para la búsqueda de bienes comunes, de la felicidad más allá de la torre de mi existencia en la cual puedo permanecer encerrado. El otro, al ser semejante puede llegar a ser hermano, compañero de camino y de luchas, no un rival a superar y desaparecer. Dios, que es el Otro (con mayúscula) viene a nuestro encuentro en el otro. Es un misterio por el cual Dios es invisible y no tiene rostro, en cambio sí tiene nombre como Lázaro el de la parábola del evangelio: el ser que es, y cuya presencia se hace patente cuando el otro es hermano. Dios se acerca al hombre, se hace compañía a través de la alteridad y porque no es bueno que el hombre esté solo, le da a Eva. Ella es sacramento de Dios para Adán, signo de su amor providente y paterno, compañera de camino no rival, ayuda adecuada, hermana y amiga. Este misterio es interesante, aprender a descubrir a Dios que viene a mi encuentro en el prójimo y me salva a través de ese prójimo con todas sus posibilidades y límites, con sus virtudes y defectos al igual que yo… caminamos juntos. El episodio evangélico del rico epulón y Lázaro (Lc 16,19-31) grafica parabólicamente esta realidad: Lázaro, pobre e indigente en la puerta de la mansión, era sacramento (signo visible de Dios invisible) de salvación para el rico; aquél pobre rico (sin nombre) conocía a Lázaro, pero no lo re-conoció como hermano ni se re-conoció en él como indigente. De allí su condenación, el abismo del infierno que simboliza a la autorreferencialidad e indiferencia.

Educar en la alteridad.
Nacemos siendo egoístas pero podemos morir siendo hermanos, pues la vida humana es un camino constante, un continuo éxodo hacia la liberación de nuestro faraón interior. Oprimimos y somos oprimidos, juzgamos y somos juzgados, rivalizamos y somos rivalizados. Muchos viven en el Egipto existencial y lo confunden con la tierra prometida. No, la vida puede ser una ilusión y un sueño del cual hay que despertar y todo comienza cuando hacemos un proceso pedagógico desde la alteridad y para la alteridad, por eso propongo estas líneas hacia una educación para la alteridad:
Acompañar a los niños en el descubrimiento, conocimiento y valoración de sí mismos y de los demás. Enseñándoles que todos tenemos un lugar en el mundo y la historia y que todos somos necesarios e importantes. Nadie es más que nadie, nadie sobra.
Iniciar procesos de crecimiento en el amor a sí mismos, valorando su vida como un regalo de amor de Dios a través de sus padres, incluso ayudando a releer su historia de vida desde la gracia aun cuando haya episodios de dolor y traumas. Toda vida es un regalo hermoso de Dios y tiene un valor intrínseco, no convencional.
Hacer experiencia de encuentro, reconocimiento del otro y donación. El compartir, la convivencia, la reflexión sobre las realidades infrahumanas que muchos viven, ayudan a moderar las tendencias captativas del corazón y dan paso a la oblatividad.
El asociacionismo en los grupos infantiles y juveniles son una herramienta útil y necesaria en ese camino de alteridad, maduración de lo afectivo-sexual, de aprender el diálogo y el silencio, de ceder ante los demás y proponer sin imponer, de hacer camino juntos, de superar la tentación de usar a los otros para fines egoístas. Para ello es necesario implementar un itinerario que abarque las etapas de: auto-conocimiento, auto-valoración, conocimiento y valoración de los demás, reconocimiento de y en los otros, apertura a Dios y la fe como relación dialógica y no como simple cuerpo doctrinal y/o moral.
Y no olvidar el primero y principal de todos los mandamientos: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser y al prójimo como a ti mismo. La esencia del evangelio es la alteridad, dimensión referencial del amor de Dios. Por eso somos Iglesia, por eso Jesús convocó y formó comunidad; por eso nadie se salva con una simple confesión egoísta de su “fe privatizada” en Jesús. Por eso, fuera de la Iglesia, comunidad de amor y familia de Dios, no hay salvación.

P. Gilberto García, SCJ.

#24Oct

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